Meses atrás en una visita que hice a Casa de las Américas crucé la vista con este libro, puesto tristemente en los estantes de libros viejos, y por pura inercia decidí comprarlo sin tener la menor idea de quién era el autor o qué hacía. No me arrepiento. Estrago que hacen las malditas flores es uno de esos libros que, al leerlo, se abandera en tu gusto con el cetro de verdadera poesía.
Aromas
o
recordando a Jean-Baptista Grenouille
Huelo a hombre que sufre de un silencio que mata.
Huelo a sábado mustio después de la llovizna.
Huelo a mierda de perro,
a hijo mayor
de Rosa Yéndez y Alberto de los Ángeles...
Huelo a moro emigrante podrido bajo tierra,
a hermanos que envejecen
y a suegro que se queja de su suerte a lo lejos;
a bomba de neutrones,
y a nostalgia y merengue
y zumo de vainilla de los huertos de Oshún
(la madre que me ha dado su obsesión por el sexo
y me enseñó a admirar mi parte femenina).
Mi olfato se emborracha de mixturas disímiles
así como mis ojos se aturden con imágenes
y el oído con música de Mozart o de Lennon...
Nací lleno de olores:
esencias intestinas
que a veces se desarraman provocando mareas:
huelo, por ejemplo,
a jazmín
y aceite de ricino
y palabras que tiemblan al filo de la lengua;
huelo a ganas de echarme sobre pechos rendidos
y clavarle los dientes a un ala de sinsonte;
huelo a criaturas suavez que yacen bocabajo
para que las penetren
con una pinga inmensa de ochenta megatones...;
huelo a pollos del patio amenazados
por el hambre del zorro;
huelo a rabia y pudín de pan, a tíos muertos...
Cualquier persona común y corriente
podría percibir
mi tufo a gasolina
y albahaca
y azufre...
No hay hediondez externa o visceral
que no me pertenezca;
no hay extracto posible que no hierva en mis poros,
ni espíritu o serpiente de nostalgia olfativa
que prescinda de mí...
Huelo a miles de angustias,
a milagro inminente,
a poeta que se agita ante el olor humano
y aspira sólo a oler,
a oler
y continuar oliendo
hasta el fin de sus días.
Soy como un pobre monstruo
que tiembla arrodillado
ante el olor profundo de las constelaciones.
Presencia del agua
(en el primer día de enero y en cierta ciudad de provincia)
Otro año acaba de entrar en escena
acogido por salvas de cañón, fuegos artificiales
y andanadas de plomo que simulan
extrañas grabaciones de música
underground.
Mi madre está a mi lado, mayor que de costumbre,
con sus nudos de agua decapitada
rielando en el petróleo de la medianoche.
El agua de borrajas que supuras,
madre,
y las tantas ausencias
(desgarros de la nada en estado larvario)
sobrenadan en el abrazo mutuo,
o acaso se deslizan hacia el fondo
procurando evadir nuestro contacto.
Te permito que rompas el coco frente a casa
según indica la vieja tradición;
pero a esa, el agua insípida,
la gran sierva potable y lavandera,
no la arrojes, por Dios, déjala con nosotros,
madre,
no la tires; concédele
seguir participando de nuestra intimidad
de arena y limo. Porque, dime:
¿no te has puesto a pensar en el prodigio
de sus pozos múltiples, ni en las tantas tremendas poluciones
con que el agua disuelve los remordimientos
además de las cosas que no hicimos
por pura cobardía, los besos que no hincamos
temiéndole a los celos del ángel tutelar...?
Gracias al agua,
madre,
logramos compartirnos
con el milagro de la fotosíntesis.
Gracias al agua el dolor me ha diluido
a veces (sólo a veces)
por el tibio contorno de tus párpados.
Gracias a ella
los oscuros icebergs arrastrados
por el flujo y reflujo constante de las horas
van a encallar de pronto entre los albañales
y acueductos de luz que hay en mi pecho,
o pasan como góndolas de oro sobre los libros
dejando charcos fértiles por cada contracción
vital, por cada verso...
Gracias al agua,
madre,
hay criaturas de trapo quemándose en la hoguera
y los niños, nosotros, cantando en derredor
un tierno villancico
casi a la vez católico y profano;
y piñones sagrados, piñones que si cortas
un viernes misterioso
dejarán salir sangre de un Cristo erosionado
por la misma carcoma que erosionó a mi padre;
y soldados de plomo,
vendajes contra el miedo
y el sorbo de café
que te ayudaba a ser como una reina maga
que fabrica juguetes sin mucho en el estómago.
¿No sabes acaso que el agua (esa ala insomne)
en su rigor de líquido elemento
sustituye las flores putrefactas por regueros de líquenes
(líquenes de una rara variedad tropical)
o por algas traslúcidas que fingen espejismos
entre el vaivén sutil del pensamiento,
tan cruel e incomprensible como ella?
Oh cisterna sin formas que se traducen en savia
y acaba saturando la otrora compulsión;
lava casi indolora que fabrica sus piedras
metamórficass sólo para echarlas más tarde
con dolor, por la uretra,
imitando el parto de una tortuga...
Todo eso,
madre,
y muchísimo más que se me escapa.
¿Cómo habríamos entonces de arrojarla a la calle
y negarle sus tantos recipientes domésticos
por culpa de una simple creencia provinciana?
¡No, por Dios, no lo acepto!
Deja el agua en la bilis, en la albúmina,
aquí, junto a nosotros, como al pan,
como al gato,
como al murmullo suave
de cada objeto mínimo
donde el hombre ha dejado su contacto indecible.
Porque el agua es el roce, es la esperanza fluida,
la necia ambivalente que nos da enfermedades
y deshace el hedor a carroña
que sale algunas veces de los cuartos herméticos
así como la imagen mortal que miente y miente
y pretende agobiarnos con un doblaje nítido de azogue
que se mancha y se arruga.
El agua es todo abismo que secunda o mantiene estremecidas
estas tres cuartas partes de ansias y raciocinio.
Y por las venas,
madre,
por las venas (ese esquema vital de regadío,
canales que adoptaron hábitos de raíz)
suben y bajan pececillos redondos,
siguapas con agallas, güijesm recios orichas,
y cangrejos, cangrejos que jamás se detienen
a fecundar los fucos o el sargazo
o a beberse la espuma de secretas riberas
y que siguen coleantes
hacia arriba,
hacia adentro,
siempre,
sin detenerse,
más allá de nosotros...
Escucha,
madre:
si echas afuera el agua, si la echas afuera
por culpa de una simple tradición herrumbrosa:
qué será de la ira del jabón frente al mugre,
qué del invierno afín, si es que se cuela
con sus inusitados chaparrones;
y de las ubres mansas, y del simún de antaño,
y del mundo cubista que pinté sobre el
playwood
para adornar el crudo realismo de tu sala.
Deja el agua en nosotros:
que ruede
y que se empoce,
que arda
en la gota de hastío sobre el polvo de enero,
en el trazo de miel, en la añoranza
de líquidos cimbreantes;
en la orina o el pus,
en sudores o en lágrimas,
en el semen y el kama-salida..., en tantas leyes
sin sabor, sin olores,
y en la sangre que rueda por dentro, intransferible...
Anda,
mamá
(y perdona que rompa tus esquemas):
ve y descorcha la luz
o el vino tinto
y brindemos con todos por el agua.
Si Dios existe
a Chely
Si Dios existe, es hembra y se deshace
como jazmín de carne bajo el beso;
tiene la piel de añil y turbio yeso,
y se hizo para un fuego que lo abrase.
Si Dios existe, es verde y transparencia
lo que naufraga en el mar de sus ojos;
tiene tu voz, tus senos, tus antojos,
tus fuentes esenciales y tu esencia.
Creo tener a Dios entre mis brazos
mientras desato los oscuros lazos,
lo exprimo cuando aprieto tu cintura.
Si Dios es esto, es húmedo y caliente.
Voy a guardarlo en mí, profundamente
preso en mí, desterrado en mi ternura.
Como si se tratara de una letanía
Menos mal que mi mujer huele a violetas
de alguna variedad no identificada.
Menos mal que mi mujer es como un gato
cuando cierra los ojos y mastica
su propia lengua o su pellejo.
Menos mal que mi mujer
tiene el misterio de los libros
y la justa inocencia de los astros.
Menos mal que mi mujer no sueña con la lluvia
ni que se cae por un precipicio
o que la apuñalean a mansalva...
Menos mal que mi mujer es dueña de los buitres
y de las mariposas nocturnas
y del rostro moral de la manzana
que cae sobre el cráneo sempiterno de Newton.
Menos mal que mi mujer tiene unos senos
que caben en el fondo de una nuez
o en un inesperado silencio de dos sílabas.
Menos mal que mi mujer es muy mala cocinera.
Menos mal que mi mujer no es un bazar
lleno de afeites, prendas, antifaces, uñas largas,
sostenes... y todas esas cosas terribles que conforman
la mariconería femenina.
Menos mal que mi mujer sabe ser mi mujer
pero también mi madre y mi padre,
mi cómplice, mi hija, mi marido...
Menos mal que mi mujer
existe.
Estrago que hacen las malditas flores
Nuestro amante espera en un recodo de la noche
embozado: una mano sobre sus labios púrpura,
y los ojos,
como dagas dispuestas para el asesinato.
Nuestro amante se yergue, alto pistilo,
y derrama en sus muslos el polen deleitoso;
cruje envuelto en cascarón de huevo, se desata
y se arroja al vacío. Esgrime el fuete mágico
y se masturba frenéticamente frente a las cámaras.
Ofrece sus encantos por unas míseras pesetas.
Sorbe la droga, sucumbiendo al potro de tortura.
Nuestro amante está ciego: busca a gatas
el polvo, las paredes que lo habrán de guiar
por el largo camino hacia esa puerta
que alguien abrió de pronto en la memoria.
Nuestro amante espera oculto en los resquicios
de la tarde, en su rana aterida bajo el musgo.
Se circuncida con una rodaja de cebolla. Regurgita
como el agujero que se traga el orine de un
voyeur.
Nuestro amante es esclavo de las cosas morenas
y se ciñe el talle con begonias; en algunos momentos
recuerda los portales de suave penumbra colonial
y esas zonas del puerto donde los adoquines
rezuman pasos húmedos.
Se tensa como un arco centaurino
con sus tetillas rojas de fresa cincelada,
con sus nalgas de piedra, con su culo abismal,
con sus recios testículos de bombas de neutrones,
con su semen dulzón y ácido a la vez; él todo:
caballuno, sacrílego, sacrílego y sagrado a la vez,
nuestro amante secreto, nuestro único amante
que espera para hincarnos su insaciable colmillo.
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(*) León Alberto Serret (1947-2000) fue un escritor cubano, poeta, narrador, dramaturgo, editor, artista plástico, guionista de cine, y libretista de radio y televisión. Autor de más de veinticinco libros, está considerado como "precursor y al mismo tiempo una de las figuras clave del significativo grupo de escritores cubanos que comenzaron a ver la luz pública hacia mediados de la época de 1970-80".