domingo, 29 de diciembre de 2013

Si preguntan por mí

Si preguntan por mí...
diles que salí a cobrar la vieja deuda
que no pude esperar que a la vida
se le diera la gana de llegar
a mi puerta.
Diles que salí definitivamente
a dar la cara sin pinturas
y sin trajes el cuerpo.
Si preguntan por mí...
diles que apagué el fuego,
dejé la olla limpia y desnuda la cama,
me cansé de esperar la esperanza
y fui a buscarla.
Diles que no me llamen...
Quité el disco que entretenía en boleros
el beso y el abrazo
la copa estrellé contra el espejo
porque necesitaba convertir
el vino en sangre
ya que jamás se dio el milagro
de convertirse el agua en vino.
Si preguntan por mí...
diles que salí a cobrar la deuda
que tenían conmigo el amor,
el fuego, el pan, la sábana y el vino,
que eché llave a la puerta
y no regreso.

¡Definitivamente diles
que me mudé de casa!


Beatríz Zuluaga
Si preguntan por mí, Antología (2010)

sábado, 28 de diciembre de 2013

Nota sobre "Te doy una canción"


Te doy una canción

Por: Marta Valdés
Marzo, 1980

Publicado en la revista Cuba Internacional


Te doy una canción cumple exactamente una década en estos momentos. Fue compuesta –según nos dice su autor— en febrero o marzo de 1970. Es posiblemente, de entre sus canciones, una de las más difundidas y solicitadas en todas partes. Ha sido grabada en el primer LP de Silvio Rodríguez en Cuba y aparece en sus grabaciones internacionales. Aparte de su autor, la primer intérprete que la popularizó fue la cantante Elena Burke. En la actualidad, su título es el del programa de televisión que semanalmente presenta en Cuba el Movimiento de la Nueva Trova.

No es raro que en tan poco tiempo se haya ganado la preferencia del público. Es posible que ninguna otra canción comenzara así: cómo gasto papeles recordándote, y era necesario que existiera, porque ¿quién no ha tenido necesidad de decir alguna vez esas palabras? Comenzamos dejándonos atraer por el tono íntimo de las tres primeras frases y si quisiéramos escucharla fríamente nos sería difícil, pues ella encierra el arte de llevarnos como sin querer a un crescendo emocional que va más allá de su última palabra. Es una canción que se queda viva en el aire después que terminamos de escucharla, porque no fue fabricada para el comercio, sino sentida. Es una canción de amor y a la vez de combate, es la elocuencia del amor interrumpido a veces y a veces impulsado por la necesidad de la acción, y viceversa.

Silvio Rodríguez comenzó a dar a conocer sus canciones a finales de la década del sesenta. Las primeras nacieron de noche, con una vieja guitarra que adquirió cuando ingresó en el servicio militar. Allí, aprendiendo este y aquel acorde de un compañero de batallón, aislándose bajo una mata cualquiera y tal vez apagando el sonido de la madrugada para no ser descubierto, comenzó a soltar sus ideas, desató los impulsos de su extraordinaria mano derecha y encauzó una de las corrientes más vitales de nuestra canción popular, continuando la tradición de Sindo Garay y tantos otros. Silvio establecía así las bases de lo que luego llamaríamos la Nueva Trova. El primer impacto que produjo con La era está pariendo un corazón (1968) fue decisivo. Su libertad expresiva, su originalidad, se manifestaron desde un principio; luego su obra creció, se desarrolló y ha madurado como para augurar perspectivas todavía más prometedoras. Silvio siempre fue Silvio, y cada vez que nos dice: te doy una canción, sabe por qué lo está diciendo.


Cómo gasto papeles recordándote,
cómo me haces hablar en el silencio,
cómo no te me quitas de las ganas
aunque nadie me ve nunca contigo.
Y cómo pasa el tiempo
que, de pronto, son años
sin pasar tú por mí,
detenida.

Te doy una canción si abro una puerta
y de la sombra sales tú.
Te doy una canción de madrugada,
cuando más quiero tu luz.
Te doy una canción cuando apareces
el misterio del amor,
y si no lo apareces no me importa:
yo te doy una canción.

Si miro un poco afuera, me detengo:
la ciudad se derrumba y yo cantando.
La gente que me odia y que me quiere
no me va a perdonar que me distraiga.
Creen que lo digo todo,
que me juego la vida,
porque no te conocen
ni te sienten.

Te doy una canción y hago un discurso
sobre mi derecho a hablar,
te doy una canción con mis dos manos,
con las mismas de matar.
Te doy una canción y digo patria
y sigo hablando para ti.
Te doy una canción como un disparo
como un libro, una palabra,
una guerrilla,
como doy el amor.

martes, 24 de diciembre de 2013

jueves, 19 de diciembre de 2013

Pequeñas lecciones de erotismo


Desnudo tumbado, Gustav Klimt 


I
Recorrer un cuerpo en su extensión de vela
es dar la vuelta al mundo
atravesar sin brújula la rosa de los vientos
islas golfos penínsulas diques de aguas embravecidas
no es tarea fácil  -sí placentera-
no creas hacerlo en un día o noche
de sábanas explayadas.
Hay secretos en los poros para llenar muchas lunas.


II
El cuerpo es carta astral en lenguaje cifrado.
Encuentras un astro y quizá deberás empezar
a corregir el rumbo cuando nube huracán
o aullido profundo
te pongan estremecimientos.
Cuenco de la mano que no sospechaste


III
Repasa muchas veces una extensión
encuentra el lago de los nenúfares
acaricia con tu ancla el centro del lirio
sumérgete ahógate distiéndete
no te niegues el olor la sal el azúcar
los vientos profundos
cúmulos nimbus de los pulmones
niebla en el cerebro
temblor de las piernas
maremoto adormecido de los besos.


IV
Instálate en el humus sin miedo
al desgaste sin prisa
no quieras alcanzar la cima
retrasa la puerta del paraíso
acuna tu ángel caído
revuélvele la espesa cabellera
con la espada de fuego usurpada.
Muerde la manzana.


V
Huele
duele
intercambia miradas saliva impregnante
da vueltas imprime sollozos piel que se escurre
pie hallazgo al final de la pierna
persíguelo busca secreto del paso forma del talón
arco del andar bahías formando arqueado caminar.
Gústalos.


VI
Escucha caracola del oído
cómo gime la humedad
lóbulo que se acerca al labio sonido de la respiración
poros que se alzan formando diminutas montañas
sensación estremecida de piel insurrecta al tacto
suave puente nuca desciende al mar pecho
marea del corazón susúrrale
encuentra la gruta del agua.


VII
Traspasa la tierra del fuego la buena esperanza
navega loco en la juntura de los océanos
cruza las algas ármate de corales ulula gime
emerge con la rama de olivo
llora socavando ternuras ocultas
desnuda miradas de asombro
despeña el sextante desde lo alto de la pestaña
arquea las cejas abre ventanas de la nariz.


VIII
Aspira suspira
muérete un poco
dulce lentamente muérete
agoniza contra la pupila extiende el goce
dobla el mástil hincha las velas
navega dobla hacia Venus
estrella de la mañana
-el mar como un vasto cristal azogado-.
Duérmete náufrago.



Gioconda Belli
De la costilla de Eva (1987)

miércoles, 4 de diciembre de 2013

Una cierta nostalgia (*)


Contemplado
 Miguel Ángel Ruiz Matute. Óleo sobre lienzo, 15x15.5 pulgs.



A Ventura Ramos, mi padre,
con nostalgia.


Todo está oscuro. Todo. Creo que hasta la oscuridad que rodea a un ciego es menor que esta. Un ciego percibe los cambios de luz a través de los párpados cerrados. Yo no. Aquí lo negro es insondable. Un ciego siente la diferencia entre el día y la noche porque percibe el frío y el calor en su piel. Aquí solo hay una quietud, un vacío tan hondo que he perdido mis propios límites.
Al principio estiraba las manos y buscaba a mi alrededor. Pero pronto me convencí de que podía moverme, estirarme y aun caminar, pero siempre en el mismo sitio. Digo “pronto” por decir algo, pero en realidad el tiempo se ha detenido en el aire como una bola de cristal rota.
No sé cuánto tiempo hace que he perdido la nostalgia. Cuando aún la tenía, la gran ventaja de la oscuridad absoluta era que no necesitaba cerrar los ojos para devolver, no solo a mi memoria, sino también a mi cuerpo, las sensaciones de lo que fui.


Por instantes me atormenta la calidez de la piel de una mujer que me rodea con sus suaves piernas y me atrae hacia el centro de una vorágine roja como un incendio. Pero cuando estoy en la misma orilla del placer, el olor de la pólvora me sacude de pronto como un latigazo y tengo la sensación de una quemadura en el pecho, un agujero cuyos bordes se van agrandando cada vez más.

Fugazmente me asalta la idea del viento soplándome en la cara y de cierta humedad en el rostro. Por momentos me parece que el vacío toma la forma del casco de un barco. El viento sigue soplando en mi cara y escucho el rumor de las velas que se hinchan. Sí, puedo tocar mi rostro, llevarme el dedo a los labios y sentir el sabor de la sal. Solo que no podría asegurar si esta humedad es la del mar o es una lágrima.

Ahora, mis piernas se arquean para aprisionar una superficie dura y escucho el resollar de una bestia bajo mi cuerpo. Bajo mis manos se tensan sus músculos y el sudor apelmaza sus crines. La sangre cae espesa y roja, mojándome la pierna del pantalón. Un olor acre a sudor de caballos y de hombres flota a mi alrededor.

De pronto, un tintinear de vajilla fina, susurro de holanes, risas, las notas de un piano que bajan por una escalera de caracol. Luego, brillo de espuelas al ras de un piso de baldosas, pies femeninos que se asoman bajo las faldas. Caderas anchas, cinturas finas, escotes y cabellos sedosos que podría tocar, pero no intento hacerlo para que no vuelva la oscuridad.

Ahora escucho graves voces masculinas y percibo el engolamiento de sus frases, aunque no las entiendo. El leve rasgar de las plumas sobre el papel resuena en mis oídos como una tormenta. Escucho el metal hueco de las medallas que caen al suelo y tintinean con eco de monedas falsas.


De nuevo la oscuridad y el silencio. Creo que he perdido la capacidad de recordar. Ahora mismo estoy hablando de sensaciones, pero solo tengo palabras vacías que no despiertan en mí ninguna visión. No sé si es lo mejor. No siento dolor, no sufro de hambre, no me agobia el sueño. Tampoco percibo el paso del tiempo. Lo único que mantengo intacta es la capacidad de pensar, aunque, repito, no puedo asociar las ideas con sensaciones corporales.
Todo lo que digo es como si se refiriera a otra persona, a alguien que yo fui, tal vez, en otro tiempo. Ni siquiera puedo recordarme físicamente. Me gustaría saber si fui alto o bajo, grueso o delgado, blanco o indio. No me gustaría morirme sin tener la imagen de mí mismo, sin poder ver mis manos y escuchar mi voz.
Se me podría preguntar por qué, después de todo, creo que no estoy muerto. Es difícil responder, pero tengo la sensación, si puedo llamarla así, o más bien el reflejo, de que hay personas que me buscan. Y nadie busca a los muertos. Se les quiere, se les recuerda, pero no se les busca. Solo se busca a los vivos.
Me siento cansado, terriblemente cansado, como si mi cerebro se hubiese visto obligado todo el tiempo a pensar, a tomar decisiones difíciles. Seguramente hubo a mi alrededor muchas personas. Debo haber tenido mujer, hijos, amigos y también enemigos entre todos esos seres que pasan flotando sin rostro. Pero es todo tan incierto. Todo mi pasado, o todo yo, mejor dicho, se reduce a las palabras y a sombras que se alejan, cada vez más distantes. A veces me parece que estoy a punto de confundirme con la nada que me rodea. ¿O será que el agujero negro que me carcomía el pecho terminó por devorarme el corazón?

Creo que lo que me da la seguridad de no estar muerto es el eco de una esperanza. He sabido que cuando a alguien le amputan una mano conserva la facultad de sentir dolor o escozor en ella, como si la mano estuviera allí. De esta misma forma, seguramente, es que mantengo una sombra de esperanza, la de que aquellos que me buscan terminarán por encontrarme en la oscuridad.
De vez en cuando, fantasmas de sonidos atraviesan las tinieblas y pasan a mi lado. "Escucho", porque en realidad los sonidos pasan por mi lado sin fijarse en mi mente, palabras pronunciadas en alta voz, como si se tratara de discursos. Y me parece que se dirigen a ese ser que yo fui, aunque no podría decir en qué me fundamento para albergar esa creencia.
Tengo que confesar, sin embargo, que me estremezco como si estuviera a punto de recuperar la debilidad de mi carne y de mis huesos cuando percibo un rumor sobre mi cabeza, una ola lejana que crece hasta convertirse en una marejada. Si estuviera muerto, diría que decenas, centenares, miles, millones de pies descalzos están pasando sobre mi tumba. Ni siquiera novecientos cañones pueden pesar tanto como esta tropa hambrienta y desamparada. Casi quisiera estar muerto para que con el roce de sus pies horadaran la tierra y abrieran una hendidura por donde entrara el sol.
Pero no estoy muerto, y estas imágenes que flotan a mi alrededor son los fantasmas del pasado, empujándome hacia un mundo tan desconocido como anhelado para mí. No sé hacia dónde voy, pero solo se trata de volver atrás, de borrar los bordes del agujero que me perfora el pecho, de abrirme paso en las tinieblas y salir a flote, hacia la orilla lejana de los que me están buscando, de volver a ser yo mismo, solo un hombre

¿o un hombre solo?

Mientras llega ese momento, sigo recorriendo estas palabras, vacías, estériles, incapaces para hacerme vivir, pero suficientes para no dejarme morir en las tinieblas.



 María Eugenia Ramos
 de Una cierta nostalgia (2000, primera edición). 


(*) Este relato obtuvo el primer premio de cuento en el certamen literario "Bicentenario de Francisco Morazán" 
de la Universidad Nacional Autónoma de Honduras, 1993.