jueves, 27 de noviembre de 2008

"Desvelo" de Gilberto Owen





Gilberto Owen fue un poeta nacido en Sinaloa, México, influido por la corriente vanguardista y autor de libros como Perseo vencido (1948) (su mejor obra según la crítica); La llama fría (1925), Novela como nube (1926), Línea (1930), entre otros.
Lo descubrí gracias a Lía, una buena amiga, jipi de las que escasamente existen en estos tiempos y vagabunda eterna y sin remedio, que conocí allá por el año 2004 durante las memoradas andadas y desfaces que viví en ese entonces. Para esas fechas ella me hizo conocer varios escritores mexicanos que no han tenido —en comparación a otros— mucho renombre, o que simplemente una desconoce al estar tan alejada del contexto. Digamos que fue una de las primeras personas que me animó a estudiar Letras. Ella era en esas épocas una "estudiante exiliada" (así se autonombraba) que amaba tanto a su carrera universitaria, su familia y su patria que no podía estar cerca de ellas. Ahora debe estar en México, o quién sabe donde, supongo que borracha en algún bar o algo así. Cuando me prestó Desvelo (primer poemario de Owen, que al parecer fue publicado póstumamente) lo leí, y me gustó tanto que terminé desvelándome. En aquellas épocas no conocía la tecnología ventajosa del clonado y sólo le saqué una copia.

Esta tarde ordenando mis libros y demás papeles encontré en lo más recóndito de un folder la copia. La última vez que lo había leído fue hace unos tres años y desde entonces, a causa del gran desorden de papeles y documentos, supongo que lo daba por perdido, o quizá ya había olvidado su existencia. Desvélense.



I
Pureza

¿Nada de amor —¡de nada!— para mí?
Yo buscaba la frase con relieve, la palabra
hecha carne de alma, luz tangible,
y un rayo del sol último, en tanto hacía luz
el confuso piar de mis polluelos.
Ya para entonces se me había vuelto
el diálogo monólogo,
y el río... Amor —el río: espejo que anda—,
llevaba mi mirada al mar sin mí.
¡Qué puro eco tuyo, de tu grito
hundido en el ocaso, amor, la luna,
espejito celeste, poesía!


II
Canción

De la última estrella
a la primera
fue para oler las rosas.
Vuelta, al revés, del mundo,
abierta la memoria
de la primera estrella
a ti —mujer, idea—,
¿hasta cuándo la última?


III

La noche, que me espía por el ojo
de la cerradura del sueño,
gotea estrellas de ruidos inconexos.
¿Para qué este hilo de aire con ecos?
Ya ningún lápiz raya mi memoria
con el número de ningún teléfono.
Mi mensaje cae conmigo
sin mis miradas, cuerdas de trapecio
suspendido, otros días,
de mi cabeza sobre el cielo.
Y nadie inventa aún al inalámbrico
una aplicación para esto:
uno puede caer cien siglos
—sin una honda agua de sueño,
sin la red salvavidas de una antena—
al silencio.


IV
El agua, entre los álamos

El agua, entre los álamos,
pinta la hora, no el paisaje;
su rostro desleído entre las manos
copia un aroma, un eco...
(Colgaron al revés
ese cromo borroso de la charca,
con su noche celeste tan caída
y sus álamos hacia abajo,
y yo mismo, la cabeza en el agua
y el pie en la nube negra de la orilla.)
Llega —¿de dónde?— el tren;
corazón —¿de quién?— alargado,
oscuro y próspero, la vía
nos lo plantea = algo
más allá del alcance de los ojos.
Terremoto: llorando demasiado
los sauces salen del camino
como mujeres aterrorizadas.
Incendio: la luna, viento frío,
arrastra el humo de las sombras
hasta detrás del horizonte.
En el bosque, con tantos mármoles,
no queda sitio ya para las ninfas:
sólo Eco, tan menudita,
tan invisible y tan cercana.
Sólo una memoria sin nexo:
"cuéntalas bien
que las once son".
Luego el castigo de la encrucijada
por el afán de haber querido
saber a dónde llevan todos los caminos:
1, al pueblo; 100, a la ciudad; 1000, al cielo;
todos de ti y ninguno a ti,
a tu centro impreciso, alma,
eje de mi abanico de miradas,
surtidor exaltado de caminos.


V
El recuerdo

Con ser tan gigantesco, el mar, y amargo,
que delicadamente dejó escrito
—con qué línea tan dulce
y qué pensamiento tan fino,
como con olas niñas de tus años—,
en este caracol, breve, su grito.


VI
Palabras

Sólo tu palabra,
río, deletreada,
repetida, agria.
Sólo las estrellas
—solas— en el agua
y despedazadas.
¡Ya viene la luna!
Río, despedázala,
como a tu palabra
el silencio, como
la noche a la amada,
río, por románticas.


VII
Ciudad

Alanceada por tu canal certero,
sangras chorros de luces,
martirizada piel de cocodrilo.
Grito tuyo —a esta hora amordazado
por aquella nube con luna—,
lanza en mí, traspasándome, certera,
con el recuerdo de lo que no ha sido.
Y yo que abrí el balcón sin sospecharlo
también, también espejo de la noche
de mi propio cuarto sin nadie:
estanterías de las calles
llenas de libros conocidos;
y el recuerdo que va enmarcando
sus retratos en las ventanas;
y una plaza para dormir, llovida
por el insomnio de los campanarios
—canción de cuna de los cuartos de hora—,
velándome en sueño alto, frío, eterno.


VIII
Desamor

¡Qué bosque —cómo oprime— tan oscuro!
Ganas de sacudir los árboles
para que caiga aquella luz
que se quedó enredada
entre las ramas últimas.
—Ella se quedaría, esclava,
trémula entre los dedos de Josué,
detrás del horizonte, sin remedio—.
¡Luz de ayer, luz de ayer,
lluévete, vertical, a mi memoria!
¡Rompe las rejas de los troncos,
horizontal luz de mañana!


IX
Adiós

Todo este día corrió
el tren por mi pensamiento.
Toda la noche su sirena
rayará mi desvelo.
Y no poder imaginar
el vértice hipotético
en que se une la vía, tan lejano.
Nunca, nunca podré beber el sueño
en la confluencia amarga de su grito
y mi sollozo, siempre paralelos
y persiguiéndose,
toda la noche, en mi desvelo.


X

Tierra que la guarda ahora
—montoncito de tierra
y un poco de savia en los árboles—.
Ramas sin marzo, sin viento,
metálicas, más de luna
que de árbol, casi de alma.
Esta vez no ha quedado nada
del día en mi mirada.
Noche demasiado lírica.
Ella estará aquí más presente
—viéndome completo—
que yo la creo sólo
puñadito de tierra
y un poco de savia en los árboles.


XI
Soledad

Soledad imposible conmigo tan aquí
y mi memoria tan despierta.
Y además la plegaria
por la estrella perdida, tan sin luz,
por Blanca de Nieves, dormida
nube con luna en su ataúd de cielo,
y por el campo, ese hospiciano prófugo
que equivocó la senda y se tiró,
ya cansado, a la orilla del camino,
desesperando de llegar al pueblo.
Y hay también las canciones perdidas
que no se sabe nunca quien cantó;
y esta correspondencia sin palabras
de ojos a estrella, de alma a luz de luna.


XII
Adiós

El pañuelo de espumas
del rompeolas me lloraba, ¡adiós!,
y en la noche aquel grito —aquella estrella—,
¡ven! Y mi corazón que era sólo
un temblor que cantaba, en medio,
y de mi hondura, hacia la nada,
ya sin mis ojos, yo.
Y mi nombre escrito en la arena,
y tu ascensión, luz, lumbre, sobre el mar;
luego de allá, lejos, la onda,
de aquí, de mí, la sombra
que todo lo borraban.
El mar dormía
como nunca, y como si fuera
ya para siempre, sin mi alma.


XIII
Tranvía

A esta hora ese telegrama amarillo
ya sólo trae malas noticias:
un hombre, yo, tan agobiado...
¡Cómo abre —¡qué lívida!—
sus ventanas, leyéndolo, en mi casa!


XIV

Corolas de papel de estas canciones.
Se abren cuando al alba
nocturna de la lámpara
rompe a cantar ociosa
la ternura enjaulada entre los dedos.
Se cierran cuando Venus matutina
cae desprendida de su rama,
aún no madura y ya picoteada
por el frío el alba verdadera.


XV
Romance

Niño Abril me escribió de un pueblo
por completo silvestre, por completo.
Pero yo con mi sombra estaba
haciendo sube y baja
en balanza de aire, a la ventana,
y el pasado pesaba más,
y se divulgó aquella carta
al caer a pasearse al bulevar.
Señor policía el cielo,
yo no hice aquel verso, no,
que la estrella que veis ahogada
sola a mi espejo se cayó.
Camino incansable, automóvil
para poetas, siempre a cien
kilómetros, y río que se va;
el cenit viene con nosotros,
el horizonte huye sin fin.
Niño Abril me escribía: "En junio,
ya no flor y no fruto aún,
¿qué prefieres, el pan o el vino?"
—Yo prefiero el vino y el pan,
y ser a la vez yo y mi sombra,
y tener cabal todo el campo
en mi árbol del bulevar.
Señor policía el viento,
yo no ando desnudo, no,
que la sombra que veis llorando
de un sueño mío se cayó.


Final

Palabras oscuras, que entonces
me parecían, ¡ay!, tan claras.
Hoy me estaría aquí pensando
hasta el alba, desesperadamente,
sin arrancarles un sentido:
¡tan de otro me suenan,
tan lejanas!
En cambio ésta aún no modulaba
que en mí dirá una voz innata,
¡qué desnuda la siento,
qué nueva y ya qué conocida!
Está en mí —y en ti, libro,
como un recién nacido en el regazo
frío de este silencio, este cadáver,
hoy, de aquellas palabras.



Nota: Estoy cansada, pues lo tecleé todo :(

domingo, 23 de noviembre de 2008

Un poema de Alexis Ramírez

VII
Oda a una calle

Se me estrujulan sílabas
de anhelo en el recuerdo del mañana
porque aún es tiempo
de saber que faltan
muchos siglos
para que pueda la osamenta mía
ver crecer las raíces desde abajo.

Bajas
por la Leona
hacia El Chile
y llegas a la piedra
"más bella del universo"
nuestra piedra, amorcito extrañecido.

¿Cómo? ¿Cómo no amarte
si la luna, a 384,403 kilómetros de tu ser,
refleja la luz de tu mirada?


(de Cuenta regresiva y otros poemas)