5
Contenedor. Del inglés container. Embalaje metálico,
grande y recuperable, de tipos y dimensiones
normalizados internacionalmente y con dispositivos
para facilitar su manejo. Recipiente amplio
para depositar residuos diversos.
Casa triste.
Sellada. Sellada. Sellada.
7
Para cruzar buscan los pasos más peligrosos
porque son los más seguros. Prefieren arriesgarse
a no salir vivos de la montaña. Saben que hasta allí
no llegan los helicópteros de los señores de Xibalbá,
los que patrullan las bocas del infierno y echan
a los hermanos Ahpú aunque se disfracen de lagartijas.
Por eso inventan caminos que no aparecen
ni siquiera en el Popol Vuh. Adentro llevan
dos ciudades: la que dejaron, asfixiada por la sed,
pero no están en ninguna. Siempre en medio, siempre cruzando.
Haciéndose invisibles para quedarse disfrazándose
para volver. No buscan, como dirían los expertos,
el período posclásico en el norte de Yucatán.
Es otro norte el que llevan bajo la camisa.
No el de los campos de pelota
sino el de otras pirámides y otros códices
que no podrán leer.
Dichos(as piedras)
1
El que tira la primera piedra
mide la distancia entre la culpa y la inocencia
y pone a prueba la parábola bíblica.
Al que la recibe lo que menos le importa
es la moraleja.
6
Como en el amor, esta piedra
vive desvelada, el ojo puesto en el reloj,
esperando la hora del que vuelva
a tropezar con ella.
La gota en la piedra
(con fondo de acacia)
9
Todo estuvo en la primera piedra. La traidora.
De allí vinieron las desgracias. Tenía blando
el corazón, seca la médula. Se le iban las fuerzas
en nostalgias de ciudades milenarias y en ganas
de ser pilar de casas más dignas. Porque esta
piedra nuestra de cada día fue empeñada antes
de salir de la montaña, mal vendida
en mostradores que prometían
ciudades y ferrocarriles invisibles.
Gastada quedó, envuelta
en pliegos firmados a medianoche.
Se la cambió por pozos secos y montañas huecas
como caserones abandonados. Fue semilla
de plantas carnívoras que devoran a sus hijos.
Cuando se la cita en las escuelas
se habla de batallas y de fronteras defendidas
en su nombre. De plantas dulces
que le brotan el corazón. Pero no se dice
qué pasaría si la ciudad hubiera nacido de otras piedras,
si otras manos hubieran echado la plomada,
si las esquinas no fueran tan ásperas, si las aceras
no terminaran en precipicio.
En huecos se venga esta piedra, en filos
que nos cortan las manos cada vez
que intentamos revenderle el nombre.
Los que viajan en ferrocarriles invisibles no recuerdan
por qué la primera piedra se salió de su lugar
y en qué esquina de la casa la dejamos enterrada.
Oficio del aire
a Fausto Maradiaga
1
(Los que viven por sus manos)
Hay una mano. No la mía. Que a veces
se pasea con el hijo por las calles
señalando altas paredes en las que colocó
más de un ladrillo para cubrir el sueño
de otros. Aquella piedra le debe algo
pero si no fuera por la cicatriz
no se acordaría. El último día
se tocan las columnas pero
no para volver. Los ladrillos olvidan
las huellas del que los dejó suspendidos
en el aire de altas ilusiones. Las manos
que amasaron, pulieron y afinaron el plomo
a veces se pasean por calles en las que el hijo
pronto comenzará a levantar paredes
de invisibles dueños Esa piedra
también le deberá algo, una borrosa marca
que será prueba de que él estuvo arriba,
por una vez, lejos de la calle, en lo alto
de una ciudad ajena, extrañamente suya.
Las lavanderas o el modernista se lamenta:
de los poemas sueltos de Juan Ramón Molina
(1875-1908)
Péscame una sirena pescador sin fortuna.
J. R. Molina
Desde aquí mirábamos a las sirenas.
Eran otros tiempos. Los domingos bajábamos
a cubrirnos los oídos con los pedazos de Ulises
que habíamos guardado durante la semana.
Sobre piedras pulidas por el desgaste de otras manos
sacaban brillo a sus largas cabelleras
mientras su barato sayal se les pegaba al cuerpo
como escama descolorida. Con el agua
hasta las rodillas restregaban ropas,
cabellos, chismes, ilusiones. Limpiaban
las mentiras que otros iban a ponerse,
como nuevas, la próxima semana.
En la corriente flotaba una espesa nata blanquecina
cargada con los humores de una humedad
venida de más lejos,
de sucios sueños solitarios
más oscuros que la noche más oscura.
Río arriba, recostados en la baranda,
las mirábamos hacer y lo que sobraba de Ulises
se nos derretía bajo la ropa. Acariciado
por el último canto de aquellas sirenitas
de alma húmeda el Odiseo que a veces fuimos
se dejaba ir entre las aguas como un paciente,
ya lo dijo Eliot, anesteciado en el quirófano.
Después nos íbamos,
uno tras otro, cabizbajos, buscando
algo no perdido entre las piedras,
dejando atrás los desperdicios de un cuerpo
puesto a secar en el fango de la orilla.
Escrito al reverso de un retrato
Yo sé que hay la soledad: la aldaba
sin puerta, la llamada de Dios
que suena a número equivocado,
la lágrima frente a la ruina. Regatear
el agua
es la soledad y el plato vacío
y el roce tibio de la mano de la panadera
que me niega el pan.