jueves, 9 de enero de 2014

Costumbre


Entró a la casa y subió las escaleras. Cada ocaso era lo mismo: un recorrido lento, amarillísimo como la peor fiebre. Él veía pasar las horas –lentamente- desde la ventana de su enorme biblioteca. Le gustaba mirar el techo asoleado y cómo la débil luz se filtraba en los estantes viejos y polvosos donde se hacinaban sus libros, hasta desaparecer. En épocas pasadas, los libros habían sido sus mejores amigos -había uno en especial, ahora lo miraba con desdén, pero años atrás había llegado a ser su leal compañero-, hoy no eran más que papel podrido con tinta, historias y basura sentimental. Miraba los diplomas en las paredes: “Reconocimiento aquí, homenaje allá, primer lugar de no sé qué” tralalí, tralalá.
Lo había pensado una centena de veces: ya no leía más que el periódico desde hacía años y, sin embargo, cada mes emprendía un largo viaje a pie desde su casa a la librería del parque, por costumbre, y compraba un libro más, o dos, si lograba ajustarse con el dinero que llevaba en el bolsillo. Volveré a leer, se dijo, volveré. Todos los días se decía lo mismo. Eran demasiados libros y no sabía por dónde comenzar, -tengo poco tiempo- pensó. Sin reparar en el título, sacó uno del estante más cercano, un libro de pasta roja: “Es él”.  Al cabo de unos minutos bajó la cabeza y solo se escuchó un murmullo, un murmullo muy claro de su voz: “un oasis de horror en medio de un desierto de aburrimiento”. Como una muerte, la tarde explotó en la esquina del techo.  

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