viernes, 10 de mayo de 2013

Poemas de "El interior de la sangre", Antonio José Rivas




Alta mar de la noche

Estoy en el lugar que yo quería
para observar mejor el eclipse de luna.

Antigua entre las piedras
y los postes eléctricos
la ciudad se entretiene fumando
cigarrillos.

La gente posa o pasa
derecho a no sé donde.

Una señora hermosa
con su amor ocupado
no repara en el cielo,
pero alguien le asegura
que "es contraproducente
que el eclipse la vea".

Una hora más tarde
si alguien ve: es muy poco;
si algo se ve: es la ausencia
de todo.

Lo negro dado se alza
como antorcha apagada.

Ciega de un solo, ciega
la noche
es como si esperase
la primera palabra
de la creación...

El momento le tapa
los oídos al pueblo
o le borra, incesante,
los nombres a las cosas.

Suelta entonces la noche sus costumbres:
su nombre llena
en círculos concéntricos
los espacios queridos;
el amor lee en los parques
frases sobreentendidas,
y es,
en definitiva,
perfecto como un nido,

(los propósitos negros
no se ven en la sombra)

el reloj de la torre
dio un día más al viento;
yo: cuento un día menos.

Pasa una hora,
despacio.

La luna parte arriba
su amarillenta huelga de luz,
y aquí en la tierra.

Atraviesa la calle un espanto
corrido color de gato negro

el corazón lo sabe;
yo: todavía
dudo.

Pasa otra hora,
cansada.

Ya el silencio se lleva sus secretos
golpeados por las tres de la mañana.

Salta una voz sin nombre
para cualquier propósito;
y una máquina,
lejos.

Ando escrita en los ojos
la noción del desvelo.

En la casa de enfrente:
interior de mi sangre,
duerme un rumor unido
de cuatro corazones
que hoy adoré más tiempo
que otros días
sin noche.

Como una rosa rosa
                se entreabre la alborada.

Una campana alegre
con su "tic" antialcohólico
y su voz de soprano
le hace gente a la misa.

Abre el templo su paz de lobo manso.

Y la nomenclatura
del pecado y el crimen
fabrica nidos sordos
en los confesionarios.

Mira hacia atrás el alba,
mas la noche se ha ido...

Y antes de que cantara algún gallo
cuántas veces,
quién sabe cuántas veces
te habrán negado,
amigo!



Poema del recuerdo con un árbol y un pozo

1

Nadie conoce el sitio donde el aire nos besa
la primera memoria;

nadie donde la sangre dilata el territorio
de las dulces palabras;

donde el geranio inserta su edad en la caricia;

donde la superficie del agua baña lo hondo;

donde la golondrina dejó trazos de dicha
para el abecedario;

ni donde, acaso, el número
—flor y única tristeza de lo puro—
llenábamos de estrellas la mirada
por la primera vez de una sonrisa.

Y sin embargo dicen
                               que es tan largo el camino!


2

La casa del recuerdo
me ha mirado en el alma.

¿Y el árbol?
alza todo su cuerpo
como si fuera un largo camino
que no fuera
sin el timbre no tocaran
los recuerdos:
esos lentos relojes
de la vida
que desdicen las horas
y el camino.

Alza el árbol su cuerpo
y sostiene su copa
en cualquier parte del viento
y de lo que ha quedado de los últimos días
de pavor y de sangre,
de dolor y de luto

como alguna lección de la botánica
es un resumen de hojas
que dialogan
llorosas
con las terminaciones del silencio
y la nube.

Mas no hay como llegar al árbol mismo
tentado de oropéndolas
y trinos,
mientras, jurando amor,
los dedos de la tarde
van deshojando apegos a la tierra
de lo verde.

La luz
sube por los designios de las flores,
besa la oscuridad de lo evidente
y abre juegos de azar
a los gorriones.

Al regresar
—un mundo de arcángeles caídos—
pinta la sombra de su ser:
la sombra.

Pero el árbol le dice su figura
y el lugar en que es triste
("Recuerdos de ...... 1930")
noche y día.


3

Como una loba inmensa
que buscárase olvidos en el pecho
o como un acto —poco—
de contrición
en el centro del patio
se abre un vano cilindro
que repite palabra por palabra
todo ruido.

Fue —comprendo— una anfibia
palabra: un pozo —un solo
pozo que fue llenando
de arcángeles el agua
con un niño muriéndose
hacia abajo.

Hoy, sin paz
líquida,
como un oscuro pensamiento
guarda la claridad de un niño
muerto.

El muro ciñe ahora
todo un aire de pena.

La pena hace más honda
la vertical herida.

Y el hoyo
—cabizbajo—
búscame el cuerpo, como
yo mi alma, en la sombra...



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