miércoles, 29 de mayo de 2013
Poemas de "Mitad de mi silencio", Antonio José Rivas
Pájaro absorto
Yo, pájaro sucesivo
río de aguas habladas
si es querer estar triste,
quiero solo un instante
escaparme del eco de mis cinco sentidos
volar sobre lo muros
(volar para las aves,
río y vuelo en un barco,
ya es morirse dos veces).
Quedar, sin saber cuando
ni donde ni en qué forma,
despojado de todo.
De todo despojado,
mirando el gran poema
desde un pájaro absorto
como un ojo absoluto…
Lugar de la palabra
Palabra: rásgame el velo
que me aparta de las cosas.
Amarás como de nuevo
el mundo nace a tu costa.
Descubre tu maravilla.
Rompe tu carne y tu veste.
Y en el rumor de la brisa
prende la luz de tu frente.
Ni el alma tan oscura
peregrina del misterio,
ni el agua por tan desnuda,
han de golpearte el silencio.
Desde tu sangre escondida
abre tu vida y tu muerte.
Y bébete la campesina
sed irremediablemente;
que es sed de cántaro roto
y de dolor agrupado,
de arena al sol –sol de plomo–
y de viaje desmayado.
Si tu amor es pequeño
como alondra dividida,
la mitad de mi silencio
es la razón de mis rimas
y dime por qué te sabe
la fuente si no te estudia.
Y por qué los alzacuanes
convierten el agua en lluvia.
Por qué, di, en tus malabares
le llamas hombre a la arcilla,
si cuando zarpó una nave
no llegó una golondrina.
El pez lucha y es su espada
sombra del cuerpo del río.
Eso es verdad y es batalla.
¡Y tú lo llamas destino!
La alondra canta y si vuela
es la pestaña del canto.
Y tú dices que es estrella
que nació por el ocaso.
En cambio callas que arrullas
el corazón del suspiro,
cuando dices que la espuma
es la sombra del sonido.
Cierto que tiene sus dioses
el árbol bajo la tierra
(el azul y el horizonte
son el color de otra pena).
Que si al nivel de tu espejo
te sueñas ya imaginada,
serás el primer destello
nacido al revés del alba.
Que si en el césped hay sangre
de besos recién cortados
es porque tiembla en tu talle
la llama azul de los astros…
Palabra: siembra el cuerpo
en el alma de las cosas,
y verás altas en tu huerto
ya la rosa de la rosa.
Siémbrame un árbol y un nido
–no me preguntes en dónde–
por los ojos de los niños
cruzan pájaros sin nombre.
Acerca, acércame el vuelo
de tu abeja rumorosa;
y me sueñas en tus sueños
y al mundo haciéndose a solas…
Pues aun sin serte el gerundio
ni el ¡ay! de no saber cómo
en tu hoguera me consumo,
me sigo llamando Antonio.
Ojos de tiempo azul
I
Ojos de tiempo azul y en la sonrisa
toda la claridad de la mañana.
Por la más alta estrella, soberana
luz entre luz, y por la más sumisa.
Por la más dulce y por la más temprana
rosa en el alba y música en la brisa,
más allá de su luz uno divisa
el mar, no más que el mar… ¡y la mañana!
Y en el azul azul, azul marino
–mar en el verde azul de sus pupilas–
sueñan el marinero y el camino.
Y en el azul total: las ilusiones,
y al paso de sus dalias y sus lilas
todas las aves y las estaciones.
II
Ojos de tiempo azul y en la mirada
más que lo azul el mar suspira… espera…
Y más que el mar y por la verdadera
alba en el mar, el alma inmaculada.
Ojos de tiempo azul. Luz prisionera
entre el ave, la rosa y la enramada,
desde que la ilusión de la llamada
tembló en los dedos de la primavera.
Su voz llega en la infancia del sonido
y es la evidencia del zorzal perdido
en el piadoso aroma de los huertos.
Pero lo triste en todo marca su hora,
y ha de saber que hambriento nos devora
el mundo de los vivos y los muertos.
III
Dejo este sueño a mi manera
de regreso de un campo de ceniza
que le corta la flor a la sonrisa
y le niega la luz a la pradera.
Dejo este sueño a un lado de la brisa
que le deba peinar la cabellera,
y en reloj de minuciosa espera
donde mi corazón se pulveriza.
Cuando sepa del tierno silabario
como se escribe tórtola y calvario,
ya irá por los senderos decisivos.
Y aprenderá los puntos cardinales
deletreando los bienes y los males
que nos causan los muertos y los vivos.
Autoelegía del hombre que se quedó solo
I
Llano del tiempo firme.
Una piedra. Una cruz.
Escribo desde el mapa llorado de silencio
vertical en la sombra de mi espacio dormido...
Una herida en la tarde.
Yo me vine en la piel de una caricia
desmoronada. En un suspiro.
Dejando el ala curva de mi sangre
para el vuelo del polvo
y de los árboles.
Yo me vine una tarde...
Y hoy sustento otra sombra,
la vista helada
y el corazón quebrándose en mi nombre.
Aquí todo es igual:
crecen signos hermanos
y universos sencillos.
El color de la raza:
un pormenor de copia
ya archivado.
La vanidad no llora,
pero tampoco ríe.
El orgullo es un gallo
sin canto y sin motivo.
La estatura se acuesta,
por humilde,
en la sombra.
La esperanza es sencilla:
ojo inmóvil helando los contornos del tiempo.
El recuerdo: no tanto.
El filósofo sabe por su espejo
que es diáfano testigo de lo que no se sabe.
Y el poeta se suicida en sus alondras
para que al menos sobreviva el ala.
II
Aquí la tierra crece sobre el cuerpo
de un modo natural y sin reservas.
Allí la tierra muere bajo el aire
y al lado de la sangre
y de la lágrima...
Allí muere la tierra
desde la tierra grande de la Patria
hasta la humilde tierra
para beber las lágrimas.
Para tender al niño
que aún implora su almohada.
Para sembrar el vuelo,
la sombra de los árboles.
(Aquí la sombra crece por instinto)
y hasta para querer falta la tierra,
que es carne y savia y nombre de la Patria.
Pero esta tierra es mía.
Ni rosas ni plegarias.
Yo me conformo con que en el silencio
le hagan dulce la vida
en lo que puedan
a mi madre,
a mi cercana sangre,
a la gente de amiga claridad,
y al pobre perro
que alargando su olfato entre la sombra
aún espera los viernes mi retorno.
III
Aquí la tierra crece sobre el cuerpo
de un modo natural y dulcemente.
Ya no pesan las flores ni las lluvias.
Ya no pesan los días ni los astros
caídos sobre el viento.
Ya no pesa la luz ni su conjunto.
Ya no pesan las piedras,
ni los pastos, ni el salto del conejo,
ni el ala súbita de los murciélagos,
ni la cristiana piel de los corderos.
No pesan ni el dolor
ni todo el aire,
ni la noche, ni el sol,
ni la alborada,
ni el sonido, ni el pez, ni la memoria,
ni el olvido, ni el mar...
Sólo, tan sólo pesa, compañera,
sólo pesa una herida
irremediable:
la herida que me abriste en el costado,
compañera del alma, ¿lo recuerdas?
IV
Por ti en esta elegía,
por ti,
ya desde el fondo de la muerte
vertical en la sombra de mi espacio dormido:
escribo con mis huesos.
El silencio
inefable deidad,
luz de puntillas.
De sorprender la delgadez del aire
y el polen original de la caricia
se alimenta su piel.
Lleva en sus labios la niñez del alba
desde que un día
la soledad lo enamoró por señas.
Todo se dijo ya para su boca.
Y es así: tan cercano y tan distante
tan inmenso y tan puro
que se escucha a sí mismo...
La palabra iluminada
Hay que acercar el tímpano a la tierra
para escuchar el grito de la sangre.
De la sangre uniforme y numerosa.
De la sangre
que va de la raíz a todo el árbol.
O la palabra que se lleva los lirios hasta el agua,
o que nutre su piel contemporánea
con su plumaje de aves milenarias...
Que hablar no es sólo proferir un día
el nombre de las cosas,
ni tallar ademanes en el aire,
ni vestir el vacío
con abrigos de pieles invernales.
Hablar es desde herir de claridades
el sonido,
hasta llenar de esperas el silencio
(el silencio es memoria y profecía).
Hablar es desnudarse en la palabra,
vivirse en la palabra iluminada,
saberse entre la luz de cada aurora,
y querer ser la luz
y perseguida
hasta llegar al pie de la estatura
del cuerpo del amor...
Hablar es acercarse a cada instante
al rumor de las aguas inmortales.
Etiquetas:
Antonio José Rivas,
Literatura hondureña
viernes, 10 de mayo de 2013
Poemas de "El interior de la sangre", Antonio José Rivas
Alta mar de la noche
Estoy en el lugar que yo quería
para observar mejor el eclipse de luna.
Antigua entre las piedras
y los postes eléctricos
la ciudad se entretiene fumando
cigarrillos.
La gente posa o pasa
derecho a no sé donde.
Una señora hermosa
con su amor ocupado
no repara en el cielo,
pero alguien le asegura
que "es contraproducente
que el eclipse la vea".
Una hora más tarde
si alguien ve: es muy poco;
si algo se ve: es la ausencia
de todo.
Lo negro dado se alza
como antorcha apagada.
Ciega de un solo, ciega
la noche
es como si esperase
la primera palabra
de la creación...
El momento le tapa
los oídos al pueblo
o le borra, incesante,
los nombres a las cosas.
Suelta entonces la noche sus costumbres:
su nombre llena
en círculos concéntricos
los espacios queridos;
el amor lee en los parques
frases sobreentendidas,
y es,
en definitiva,
perfecto como un nido,
(los propósitos negros
no se ven en la sombra)
el reloj de la torre
dio un día más al viento;
yo: cuento un día menos.
Pasa una hora,
despacio.
La luna parte arriba
su amarillenta huelga de luz,
y aquí en la tierra.
Atraviesa la calle un espanto
corrido color de gato negro
el corazón lo sabe;
yo: todavía
dudo.
Pasa otra hora,
cansada.
Ya el silencio se lleva sus secretos
golpeados por las tres de la mañana.
Salta una voz sin nombre
para cualquier propósito;
y una máquina,
lejos.
Ando escrita en los ojos
la noción del desvelo.
En la casa de enfrente:
interior de mi sangre,
duerme un rumor unido
de cuatro corazones
que hoy adoré más tiempo
que otros días
sin noche.
Como una rosa rosa
se
entreabre la alborada.
Una campana alegre
con su "tic" antialcohólico
y su voz de soprano
le hace gente a la misa.
Abre el templo su paz de lobo manso.
Y la nomenclatura
del pecado y el crimen
fabrica nidos sordos
en los confesionarios.
Mira hacia atrás el alba,
mas la noche se ha ido...
Y antes de que cantara algún gallo
cuántas veces,
quién sabe cuántas veces
te habrán negado,
amigo!
Poema del recuerdo con un árbol y un pozo
1
Nadie conoce el sitio donde el aire nos besa
la primera memoria;
nadie donde la sangre dilata el territorio
de las dulces palabras;
donde el geranio inserta su edad en la caricia;
donde la superficie del agua baña lo hondo;
donde la golondrina dejó trazos de dicha
para el abecedario;
ni donde, acaso, el número
—flor y única tristeza de lo puro—
llenábamos de estrellas la mirada
por la primera vez de una sonrisa.
Y sin embargo dicen
que
es tan largo el camino!
2
La casa del recuerdo
me ha mirado en el alma.
¿Y el árbol?
alza todo su cuerpo
como si fuera un largo camino
que no fuera
sin el timbre no tocaran
los recuerdos:
esos lentos relojes
de la vida
que desdicen las horas
y el camino.
Alza el árbol su cuerpo
y sostiene su copa
en cualquier parte del viento
y de lo que ha quedado de los últimos días
de pavor y de sangre,
de dolor y de luto
como alguna lección de la botánica
es un resumen de hojas
que dialogan
llorosas
con las terminaciones del silencio
y la nube.
Mas no hay como llegar al árbol mismo
tentado de oropéndolas
y trinos,
mientras, jurando amor,
los dedos de la tarde
van deshojando apegos a la tierra
de lo verde.
La luz
sube por los designios de las flores,
besa la oscuridad de lo evidente
y abre juegos de azar
a los gorriones.
Al regresar
—un mundo de arcángeles caídos—
pinta la sombra de su ser:
la sombra.
Pero el árbol le dice su figura
y el lugar en que es triste
("Recuerdos de ...... 1930")
noche y día.
3
Como una loba inmensa
que buscárase olvidos en el pecho
o como un acto —poco—
de contrición
en el centro del patio
se abre un vano cilindro
que repite palabra por palabra
todo ruido.
Fue —comprendo— una anfibia
palabra: un pozo —un solo
pozo que fue llenando
de arcángeles el agua
con un niño muriéndose
hacia abajo.
Hoy, sin paz
líquida,
como un oscuro pensamiento
guarda la claridad de un niño
muerto.
El muro ciñe ahora
todo un aire de pena.
La pena hace más honda
la vertical herida.
Y el hoyo
—cabizbajo—
búscame el cuerpo, como
yo mi alma, en la sombra...
Etiquetas:
Antonio José Rivas,
Literatura hondureña
Suscribirse a:
Entradas (Atom)