La Catedral
De arcilla. Greda y grave, cal, arena.
Y piedra, piedra, piedra, agua, yeso.
Y de espalda tirante hasta el cerezo,
hasta el tinto clavel, subió la pena.
Ascendió porque sí, dócil, morena,
y al falso del andamio, vino el hueso,
a tributar su novilunio espeso
ya fuera de los días y la almena.
Así llegó el milagro que la dora,
sin confesar quién la llevó al encuentro
del amado, total, que la enamora.
Y el que la alzó, oscuro, de su centro,
si se quiere ignorar, o se le ignora,
allí quedó, crucificado, dentro.
Carta para Mina
Mina querida,
Mina de los perros y de los pájaros,
de los libros, la música y la virgen:
Como quiero escribirte una prosa ligera...
ligera sí, como una brisa que va de un lado a otro
sin saber si se posa en los geranios ácidos
o en los azahares amargos,
o en la hierba escondida donde las garzas
abandonan la espuma que se traen de las nubes.
Una prosa delgada y fuerte como la ternura,
que te abrigue sin sofocarte
y te anime sin someterte.
Mina querida
de los perros que gozan de tus ojos enormes
como de dos soles glaucos,
como de dos lagos plácidos
en que desean bañarse y correr
por las playas de palmeras oscuras
y pasar la línea azul del iris
del último horizonte.
Mina querida
de los pájaros que la miran pasar
como una alondra más, nostálgica de los tilos celestes.
Mina querida
de los libros y la música,
de ellos que la sienten como una enfermera
de esperanzas curándoles las heridas,
como la madre que vela por ellos y los arropa
en las madrugadas del helado abandono,
peligroso, inseguro;
de la música que sabe de sus sinalefas de paz,
de sus ligaduras de justicia
del punto y coma de su perdón.
Mina querida
de la virgen que la toma,
casi por asumirla,
como una de las últimas florcillas
ocultas de la tierra dolorosa
entre las altas montañas de la duda y del odio
y negros torrentes de la sangre y las lágrimas.
Mina,
yo descanso también a la orilla del agua
como uno de esos hermanitos chiquitos
que te quieren,
y te doy esto ya,
que no sé qué es,
si prosa o no, es tuyo,
sino, no te lo entrego nunca.
Final del éxodo
Mi padre dejó de estar aquí un treinta y uno de marzo.
Se fue en la madrugada y se internó en la tarde.
A las últimas paletadas de tarde quedó un bulto
de nubes que lo tragó la noche.
Le vestí yo. Y mi hermano. Juntos lo pusimos en la caja. Mi madre,
buscó con Cristo una medalla, en cruz, para el pecho, y un velo
para el rostro, en su baúl, y una sábana blanca
que trajo un hondo olor secreto a sacro bosque.
Prendí la cruz en su camisa mía y le enlacé las manos como
lo hacía, dedo a dedo, sin pesares. No hubo menester de cerrarle
los ojos. Ni la boca. La cabeza la dejó, de lado, y el corazón,
oblato… así como si rozara una orilla blanquísima.
Yo no quería abrir la casa. Salí, dejándola cerrada
a telefonear a mis hermanas. Volví con Ángel. Mandé abrir la fosa.
Hice el altar. Ángel se fue a terminar unos encargos, y, por primera vez,
los tres: mi madre, él, yo, a puertas cerradas, cada quien quedó solo.
Yo hubiera deseado no tener que abrir. Me refugié
en mi corazón, en lo remoto blanco. Y no sé.
Pero tuve que abrir bajo o sobre mi corazón,
ante dios, desde él. Mi madre y yo rezamos solos.
A las tres doblaron. Mamá se sobó la frente, y dijo: “Vaya, pues,
que le vaya bien. Que dios lo bendiga”. Yo le palpé las manos. A las
cuatro fue la Misa. Y el coro del colegio lo subió a una iglesia de música.
Y sin ver aquí seguía yo oyendo en la luz ante el obispo acá a San Mateo.
Llegamos al cementerio. Vi descender la caja, caer la tierra a lo profundo.
Alfredo, un estudiante, como Tobit, agarró la pala, Moncho, y otros hombres,
y las manos sudando fueron como verano victorioso.
Niños aparecieron sembrando flores sobre la tumba alta.
El diez de abril quemé sus últimas cositas: —había ya quemado
su frazadita verde— su camita de ocote, su colchoncito,
su sabanita, su almohada, sus zapatos viejos, sus tres camisas,
su pantalón café, su pailita amarilla, su tacita acua, y su jarrito rojo.
Dos hermanos y yo le dimos fuego. Mi hermana se entró con Juana.
Bertha y yo nos quedamos viendo los últimos carbones.
Y lloramos. No había viento.
Las cenizas quedaron en el patio.
El lunes once di parte de su muerte. —"¿Nombre?”—Rafael.
1890. de Gregoria Cardona y de Lorenzo Andrada.
“¿Profesión?” —Zapatero. —“¿Escolaridad?” —Secundaria.
—"¿Deja bienes?”—… (El me enseñó a servir, a leer, a pensar…
Me dijo ya para morir: “Ya me voy. Me voy al cementerio.
Dios es el creador de todo el universo y de todos los hombres.
He tenido la fortuna de tenerte, que Dios te proteja”. Y viendo a José,
refiriéndose a mí, agregó: “Es tu hermano. Es tu hermano”.
Le pregunté que cómo se sentía, y respondió que bien.
Sólo dos veces lo vi en vida abandonar la cabeza.
Eran las vísperas. Ah, cómo deseaba volver a oírlo conversar,
referir leyendas, historias de caminos, una historia.
Jamás habló mal de nadie y jamás habló mal.
Unos meses antes que le leía no sé a quién y a Char, le dije
por ver si estaba atento “¿Te gustan?” —“Sí, mucho,
los dos son buenos”…No sé si era a Rimbaud.
—“¿Deja bienes?”
… pero Char es tan denso.”)
—Ninguno. (Eso. Esto. Este poema es suyo. Pero esto no es nada.) Nada.
Despedida
Dejar la paz construida con las penas,
lo poquito de un sueño medio hecho,
el velo roto púrpura, y el techo
caído del laurel con azucenas.
Supo todo del vértigo, y apenas
una lágrima basta para el pecho,
y en el rico albañal que baja estrecho
lo que fuera mi amor se va en arenas.
Que esta casa se vino y era mía
se negaron de un golpe las ventanas
anulando los pájaros del día.
Me voy. No hay más. Mis manos van abiertas.
Aquí siempre mi amor en cosas vanas.
Detrás lloran los arcos de mis puertas...
* * *
Foto desconocida del poeta Edilberto Cardona Bulnes.
Cortesía de Juan Carlos Zelaya
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