Hoy recordamos con pasión la desaparición y asesinato de un hombre de fe, de fe en los pobres, de fe en la esperanza; que logró trascender desde que identificó su papel como hombre y como predicador de la justicia, y orientó esa fe en la utopía verdaderamente cristiana de un mundo justo, armonioso, con libertad, paz y hermandad.
El padre Guadalupe como se le conoció, fue un jesuita que llegó, como llegan muchos predicadores del evangelio a nuestras tierras, con el fin de hacer crecer la fe de tantos que buscan una luz en medio de tanta oscuridad. Pero el padre Guadalupe encaminó su trabajo específicamente a los campesinos, y como resultado de esta experiencia con los pobres, habitantes de los barrios, obreros, y pueblos indígenas se empezó a germinar en él esa semilla que guarda en sí la idea de que sólo un cambio radical en las estructuras sociales, guiado por estos mismos hombres sin tierra, traería el fin de la desigualdad. Esto lo llevó a una reinterpretación del evangelio y del mensaje de Cristo, adaptándole aspectos claves del marxismo como herramienta de análisis de las causas de la pobreza. El renunciar a las comodidades que pudo tener en su país natal (el Imperio) por vivir con los pobres y ser uno más dentro de ellos, es evidencia de la nobleza y del espíritu revolucionario que imperaba en el padre Guadalupe, ejemplo que nos cuestiona nuestra praxis revolucionaria.
Toda esta identificación con el pobre, por sus causas y luchas, llevaron al padre Guadalupe a fundir su fe en acero y transformarse en combatiente de la verdad y de lo justo, dejando a un lado sus orígenes y, sobre todo, seguro de que él pertenecía a una sola raza, que es la humanidad, a la cual entregó su vida.
Es hoy cuando debemos autocuestionarnos, con ejemplos heroicos como el del Padre Lupe y del resto de compañeros que de verdad creyeron en un cambio por nosotros, por nuestra Patria, y que entregaron su vida a ese ideal noble. Preguntémonos, compañeros, hasta qué punto estamos comprometidos con el cambio, ¿marchando? ¿leyendo? ¿criticando?, ¿o simplemente creyendo que “hacemos algo”?; si nos revisamos pasando factura a nuestros logros, concluiríamos que a todas y todos los compañeros que cayeron en combate les debemos una revolución y una Patria libre.
La mejor forma de hacerle tributo al padre Guadalupe es cumpliendo con nuestro papel histórico, en el trabajo y la lucha continuada, sin reparos, sin descansos, con compromiso y convicción. La fe y el amor que profesa la verdadera Iglesia –esa que se construye en el corazón de la gente, y no en altos y onerosos edificios-, obliga a tomar parte activa en los procesos revolucionarios, esa es la única vía de emancipación del ser humano.
Hoy, rendimos homenaje al Padre Guadalupe Carney, comprometiéndonos a luchar inclaudicablemente hasta construir una Patria digna, sobre los cimientos de los que cayeron luchando y creyeron en la justicia y el amor.
El padre Guadalupe como se le conoció, fue un jesuita que llegó, como llegan muchos predicadores del evangelio a nuestras tierras, con el fin de hacer crecer la fe de tantos que buscan una luz en medio de tanta oscuridad. Pero el padre Guadalupe encaminó su trabajo específicamente a los campesinos, y como resultado de esta experiencia con los pobres, habitantes de los barrios, obreros, y pueblos indígenas se empezó a germinar en él esa semilla que guarda en sí la idea de que sólo un cambio radical en las estructuras sociales, guiado por estos mismos hombres sin tierra, traería el fin de la desigualdad. Esto lo llevó a una reinterpretación del evangelio y del mensaje de Cristo, adaptándole aspectos claves del marxismo como herramienta de análisis de las causas de la pobreza. El renunciar a las comodidades que pudo tener en su país natal (el Imperio) por vivir con los pobres y ser uno más dentro de ellos, es evidencia de la nobleza y del espíritu revolucionario que imperaba en el padre Guadalupe, ejemplo que nos cuestiona nuestra praxis revolucionaria.
Toda esta identificación con el pobre, por sus causas y luchas, llevaron al padre Guadalupe a fundir su fe en acero y transformarse en combatiente de la verdad y de lo justo, dejando a un lado sus orígenes y, sobre todo, seguro de que él pertenecía a una sola raza, que es la humanidad, a la cual entregó su vida.
Es hoy cuando debemos autocuestionarnos, con ejemplos heroicos como el del Padre Lupe y del resto de compañeros que de verdad creyeron en un cambio por nosotros, por nuestra Patria, y que entregaron su vida a ese ideal noble. Preguntémonos, compañeros, hasta qué punto estamos comprometidos con el cambio, ¿marchando? ¿leyendo? ¿criticando?, ¿o simplemente creyendo que “hacemos algo”?; si nos revisamos pasando factura a nuestros logros, concluiríamos que a todas y todos los compañeros que cayeron en combate les debemos una revolución y una Patria libre.
La mejor forma de hacerle tributo al padre Guadalupe es cumpliendo con nuestro papel histórico, en el trabajo y la lucha continuada, sin reparos, sin descansos, con compromiso y convicción. La fe y el amor que profesa la verdadera Iglesia –esa que se construye en el corazón de la gente, y no en altos y onerosos edificios-, obliga a tomar parte activa en los procesos revolucionarios, esa es la única vía de emancipación del ser humano.
Hoy, rendimos homenaje al Padre Guadalupe Carney, comprometiéndonos a luchar inclaudicablemente hasta construir una Patria digna, sobre los cimientos de los que cayeron luchando y creyeron en la justicia y el amor.
Padre Guadalupe ¡presente!
¡Viva la heroica columna del PRTC-H!
¡Fidelidad a nuestro pueblo y sus mártires!
¡Viva la heroica columna del PRTC-H!
¡Fidelidad a nuestro pueblo y sus mártires!